Vistas de página en total

domingo, 28 de octubre de 2007






LAS MENTIRAS DEL CAMBIO CLIMÁTICO
Ecológicamente incorrecto
Por Fernando Díaz Villanueva

De pocas cosas podemos estar tan seguros como de que el clima cambia. Lo ha hecho desde que el mundo es mundo, y todo parece indicar que, nos pongamos como nos pongamos, lo seguirá haciendo del mismo y caprichoso modo que lo ha hecho siempre. Lo que no parece tan claro es que los hombres hayamos tenido algo que ver en ello: ni en el pasado ni el presente. Hay, como en todo, opiniones para todos los gustos, y los científicos se devanan los sesos para saber si nuestras acciones tienen consecuencias sobre el clima.
Pues bien, algo tan simple como esto ha organizado el mayor alboroto mediático, político y, por qué no decirlo, científico de toda la historia. En el ojo del huracán se encuentra una teoría que, gracias a un incontenible alud de propaganda bien financiada, ha pasado de ser atractiva a hegemónica y, finalmente, incontestable. Me refiero, claro está, a la del "calentamiento global", reconvertida deprisa y corriendo en la del "cambio climático" no bien se comprobó que los primeros vaticinios del Apocalipsis eran más falsos que un duro de hojalata.

Durante los últimos años podría decirse que casi no se ha hablado de otra cosa, hasta el punto de que se ha convertido en un tema repetido al modo de una larga y agónica letanía, cada vez más estridente y molesta. Pocas veces la sección de Ciencia ha copado tantas portadas, y nunca antes los científicos habían ejercido tanto de estrellas invitadas en debates, tertulias y entrevistas. Los medios de comunicación, fieles a la vieja máxima periodística de no permitir que la realidad estropee una buena historia, se han volcado con un asunto que, para el común de los mortales, es tan árido como el desierto de Atacama y tan desconocido como la cara oculta de la Luna. Quizá ahí resida el origen de la pesadez de los ecoloplastas, de su obsesión por tatuarnos en la frente la teoría oficial, que es la suya, claro.

Una década después de que los catequistas pelmas del calentamiento global empezasen a darnos la paliza, sabemos mucho más que antes, pero, curiosamente, no nos ha servido de nada, porque el debate ha quedado formalmente abolido. Los científicos que ejercieron de tales, es decir, los que en buena lid trataron de falsar la teoría, han sido tachados de discrepantes, disidentes y, en el recolmo de la perfidia totalitaria, de negacionistas (sic), como si refutar una teoría científica fuese lo mismo que decir que los horrores de Auschwitz o Mauthausen fueron en realidad una fabulación de los aliados.

Lo que le da vida a la ciencia es la discusión. Una teoría es válida hasta que alguien demuestra que es mentira; entretanto, se debate y debate. No hay dogmas, no hay verdades absolutas, no hay consenso. Ni apaños de última hora. Así avanza el conocimiento científico y, con él, la Humanidad. Algo tan elemental, al alcance de cualquier estudiante de Física de primer curso, parece no regir cuando se habla del calentamiento global: por eso estamos como estamos.

Con la ciencia transmutada en política y el debate en componenda, nadie, o casi, ha osado nadar contracorriente. Pocas y desconocidas voces se han levantado contra la tiranía del ecologismo radical, el de griterío, pancarta y pegatina, primo hermano del ambientalismo chic importado de Hollywood, que baña sus angustias climáticas en champán del bueno y que bajo ningún concepto consiente dejar el jet privado en el hangar del aeropuerto. Algunas, las más, en EEUU; otras, las menos, en Europa, rincón del globo donde siempre se está muy al quite del dinerito público que todo lo riega.

Por lo que hace a España, sólo unos pocos valientes han dicho esta boca es mía, a riesgo de que se la intenten cerrar de un guantazo. Es posible que por eso digan que somos el país europeo más concienciado con el cambio climático. Pero no, no se trata de eso: lo que pasa es que no hemos oído otra cosa.

De entre los valientes que dicen lo que piensan sin arrugarse y sin pedir perdón hay uno que lleva varios años poniendo en tela de juicio todo lo que se da por sentado en torno al cambio climático. Y claro, de tanto investigar, al final le ha terminado saliendo un libro. Excelente, por cierto. Hablamos de Jorge Alcalde, de profesión periodista y de vocación amigo de llamar a las cosas por su nombre. Por eso ha puesto Las mentiras del cambio climático a su criatura, que, de bien escrita que está, engancha más que la muy recomendable novela de Crichton sobre el ecoterror: Estado de miedo.

En un ejercicio de honestidad brutal, poco frecuente en estos tiempos de medias verdades y corrección política, Alcalde desgrana uno a uno todos los mitos que han impuesto los ecologistas: ¿Es cierto que la Tierra se calienta? Y, si es que sí, ¿por qué? ¿Qué hay detrás de toda la parafernalia ambientalista? ¿Qué es el IPCC, para qué sirve, qué ha dado de sí? ¿Por qué el ecologismo entusiasma tanto a millonarios como Al Gore o Leonardo DiCaprio y tan poco a los desposeídos del Tercer Mundo? ¿Cuánto va a costar la broma de Kioto? ¿En qué podríamos emplear todo ese dinero?

Dando voz a los que hasta ahora no la tenían, Jorge Alcalde no deja un cabo suelto y abre un interesante debate sobre el clima, debate que los ecologistas eluden como alma que lleva el diablo. Las mentiras... es, por lo tanto, una obra necesaria, y llega justo en el momento en que el cambio climático está pasando a ser un artículo de fe, algo parecido a una verdad revelada. Sus defensores andan exigiendo a todo el mundo obediencia ciega, y tachan de herejes a quienes no están por la labor.

Ante semejante disyuntiva, Alcalde se queda con los segundos: quizá no sea lo más ecológicamente correcto, pero es sin duda lo más ecológicamente científico.


JORGE ALCALDE: LAS MENTIRAS DEL CAMBIO CLIMÁTICO. Libros Libres (Madrid), 2007, 210 páginas.

Pinche aquí para acceder a la web de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.

jueves, 18 de octubre de 2007

Aceprensa. Al Gore y el IPCC: Nobel para el principio de precaución

Al Gore y el IPCC
Nobel para el principio de precaución
allClippings[allClippings.length] = new Clipping(14180, 'Nobel para el principio de precaución','/articulos/2007/oct/17/nobel-para-el-principio-de-precaucion/');


Acciones
Enviar a alguien
Imprimir
Danos tu opinión
¿Compartir?

Ningún otro galardón confiere mayor crédito de integridad y respetabilidad moral que el premio Nobel de la Paz. Desde ahora, Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos, ex candidato a presidente, ganador de un Oscar y adivino del cambio climático, ha ascendido al panteón de los pacificadores instaurado por Alfred Nobel, donde se reúne con lumbreras como Albert Schweitzer, el Dalai Lama, la Madre Teresa, Martin Luther King o Andrei Sajarov.
Firmado por Michael Cook Fecha: 17 Octubre 2007

Sin duda, el Comité Nobel noruego se exponía a la polémica al laurear a Gore y al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). Su fallo se ha interpretado como un corte de mangas a George Bush, un refrendo para una ciencia dudosa o un tributo a los verdes. Pero eso no es justo: el Nobel de la Paz siempre ha sido provocativo.

Lo singular del premio de este año no es la polémica, sino que los laureados no han hecho nada por la paz. La premiada en 2004, la keniana Wangari Maathai, también era una ecologista, pero al menos era una activista en favor de los derechos de la mujer. Por lo que respecta a luchar por la paz, Gore y el IPCC no han hecho ni pizca. Ni siquiera han hablado de hacer una pizca. Por tanto, el verdadero premiado de 2007 es el “principio de precaución”: algún día podría pasar algo terrible en algún sitio. Así se desprende del comunicado de prensa del Comité:
“Unos cambios climáticos de amplio alcance pueden alterar y amenazar la condiciones de vida de gran parte de la humanidad. Pueden provocar grandes flujos migratorios y estimular la competencia por los recursos de la Tierra. Tales cambios supondrán una carga especialmente pesada para los países más vulnerables del mundo. Es posible que aumente el peligro de conflictos violentos y guerras, civiles o internacionales” (la cursiva es nuestra).

¿No tiene algo de insensato canonizar el principio de precaución? Lástima que el pobre Immanuel Velikovsky (1895-1979), el autor del bestseller Mundos en colisión, muriera demasiado pronto. Habría podido alcanzar el panteón por advertir a la humanidad del peligro de los impactos de asteroides. Imagínense la tormenta política que se puede formar si un asteroide aplasta la ciudad de Oslo.

Hoy día nos acechan tantas catástrofes. Por todas partes se ven desastres que amenazan traer nuevas violaciones de derechos humanos, mayor competencia y guerras. Las espantosas consecuencias de la epidemia de obesidad, la paidofilia, la epidemia de depresión, la pérdida de biodiversidad, la discriminación contra los homosexuales, el fundamentalismo religioso y no usar el hilo dental son amenazas que el comité del Nobel de la Paz podría considerar.
Conceder el Nobel por prevenir desastres que podrían ocurrir es señal de que el comité está corto de ideas sobre la paz. No siempre fue así. En 1997 otorgó el premio a la Campaña Internacional para Prohibir las Minas contra Personas y a su coordinadora, Jody Williams. ¿Se ha quedado ciego a la larga lista de auténticas causas como esa: el tráfico de mujeres, el trato a los refugiados, los abortos forzados, la persecución religiosa? Seguro que quienes luchan contra esas tremendas realidades son personas que, como estipuló Nobel, “han hecho lo más o lo mejor posible por la fraternidad entre las naciones, por la abolición o la reducción de los ejércitos permanentes y por la promoción de conferencias de paz”.

Quizás el problema básico del premio Nobel de la Paz es la filosofía que lo inspira. Presupone que se puede alcanzar la paz duradera mediante el activismo político y el progreso tecnológico.
Nobel era un escéptico en materia religiosa, un hijo de la Ilustración convencido de que el progreso tecnológico era el progreso humano. Creía incluso que la dinamita, el invento que le hizo rico, terminaría con las guerras. En 1891, 23 años antes de la carnicería de la I Guerra Mundial, escribió a la pacifista Bertha von Suttner que “tal vez mis fábricas pondrán fin a la guerra más pronto que sus conferencias: el día en que dos ejércitos pueden aniquilarse mutuamente en un segundo, sin duda todas las naciones civilizadas retrocederán con horror y licenciarán a sus soldados”.
El siglo XX ha desmentido una y otra vez esa insensata previsión. Premiar a los que denuncian el cambio climático no hace sino perpetuar el error de pensar que puede haber paz duradera sin una idea clara de justicia y una noción común de la verdad.

lunes, 15 de octubre de 2007

Aceprensa: La memoria de los mártires del siglo XX en España

Testigos de la fe
La memoria de los mártires del siglo XX en España [Añadir a Mis artículos]
Acciones



El 28 de octubre serán beatificados en Roma 498 de los miles de católicos asesinados en la persecución religiosa desencadenada en la España de los años treinta, durante la II República y la Guerra Civil. La Iglesia católica ha dicho que, al honrar a estos mártires, no esgrime esas muertes contra nadie. Cualquiera que defienda la necesidad de seguir la propia conciencia y la libertad religiosa puede sumarse a este recuerdo. El historiador Fernando de Meer evoca el contexto en que se produjeron los hechos.

Firmado por Fernando de Meer Lecha-Marzo
Fecha: 3 Octubre 2007

Nunca olvidaré la emoción que sentí al visitar un cementerio de soldados británicos en el bosque de Arenberg, cerca de Lovaina. Miles de cruces blancas, césped cuidado, la tribuna ligeramente elevada en el fondo. No obstante, lo que más llamó mi atención fueron algunas cruces cercanas a la entrada en las que, por ejemplo, podía leerse: “Abatido en el sur de Bélgica. Desconocido para los hombres, conocido para Dios”. Me pareció admirable esa voluntad de gratitud hacia todos aquellos soldados, muy jóvenes en su mayoría, que dieron su vida para que la libertad pudiera ser una realidad en Europa.

He tenido sentimientos análogos al recorrer la catacumba de san Sebastián en Roma, donde un tiempo estuvieron enterrados los restos de san Pedro. No resultaba difícil considerarse integrado en la tradición de aquellos cristianos, que hasta el inicio del siglo cuarto de nuestra era vivieron una vida diaria no siempre fácil, siglos en los que muchos sellaron con su sangre la fidelidad a Jesucristo.

Me parece una manifestación de justicia y gratitud recordar a aquellos que dieron su vida por ser coherentes con su fe. Los primeros mártires quizá no murieron porque el odio a la religión fuera la causa que movía a la autoridad que desencadenaba la persecución. Entregaron su vida porque no desearon anteponer a la ley del amor a Cristo, sobre todas las cosas, la ley de un imperio que les ordenaba dar culto al emperador.

Por seguir su conciencia

Este sentimiento de gratitud revive ante la noticia de una próxima beatificación de 498 personas que dieron su vida por no renunciar a su fe, algunos en 1934, y el resto en la zona republicana durante la guerra de España.

498 personas es una cifra extraordinaria. No obstante, en ese número no hay cuestión. Cuando los sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados se acercan a los 7.000, y también son muy numerosos los laicos asesinados por su fe, necesariamente se vuelve a plantear la causa y el modo en el que se produjeron esas muertes, cómo aceptaron las personas asesinadas su inmolación, y cómo en todas las épocas de la historia la Iglesia ha rodeado de un recuerdo particular y de un afecto especial a aquellos que padecieron por ser leales a Cristo.

La vida durante los años de la Segunda República, y especialmente las consecuencias de la revolución de octubre de 1934, había llevado a sacerdotes y religiosos a pensar que tenían que estar dispuestos a morir antes que negar la fe que profesaban. La conciencia de morir por ser fieles a Cristo se agudizó en la primavera de 1936. Parece oportuno evocar dos testimonios. Ambos sucedieron en Madrid. El primero está narrado por un capuchino de Jesús de Medinaceli, el 7 de octubre de 1934, mientras escuchaba el tiroteo cercano a su convento: “Reunidos en torno al Sagrario orábamos; no llorábamos como pusilánimes, y nos ofrecíamos gustosos a lo que el Señor dispusiera de nosotros”.

El segundo corresponde al mes de junio de 1936. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, al hablar a la promoción que ordenaría ese año, les dijo: antes de un mes alguno puede ser mártir. Y tras estas palabras requirió a todos que expresaran, si esa era su voluntad, de nuevo y libremente su decisión de recibir el sacerdocio. Todos respondieron afirmativamente.

Pasividad del gobierno

iglesiaProducida la sublevación militar y cívica, la persecución religiosa que se desató en la zona en la que la insurrección fracasó se caracterizó por una virulencia total. Los alzados en armas y parte de los republicanos de izquierda no se esperaban una persecución de tal magnitud.

La sublevación militar no consiguió hacerse con el poder del modo más rápido posible. Ese fracaso provocó las revoluciones sociales que intentaba evitar y que se tradujeron en un elevado número de asesinatos por motivos religiosos.

El Estado republicano quedó totalmente desestructurado y dentro de una violentísima revolución social tuvo lugar la persecución religiosa ante la pasividad y la inoperancia de los instrumentos que debían garantizar la vida a los ciudadanos.

A modo de breve ejemplo, se puede afirmar que la quema de Iglesias y conventos se inició en Madrid al atardecer del sábado 18 de julio. Fueron incendiadas la parroquia de san Andrés, la parroquia de san Ramón, el convento de las Comendadoras de Santiago, la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores y el edificio anejo a la Mutua del Clero. Fueron asesinados los cuatro primeros sacerdotes. El domingo se celebró Misa en algunas iglesias madrileñas.

Unos meses más tarde Pío XI podía hacer esta referencia a España: “Vive hoy la Iglesia momentos heroicos, al menos tan heroicos como en los primeros siglos; es por ello que en Rusia y en México primero, y ahora en España en proporciones mucho mayores, se ha abierto de nuevo el gran libro del martirologio. Y ahora, como en los primeros siglos de nuestra era, la fe, el heroísmo y la sangre de los mártires son la fuerza”. La persecución se produjo en el ámbito de una revolución social que en los primeros meses tuvo una violencia mayor que la revolución que llevó a los comunistas al poder en Rusia.

Al número de asesinatos se unía la crueldad con la que la mayoría fueron realizados. A mediados de septiembre de 1936 el número de sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados se elevaba a 3.400; entre ellos diez eran obispos.

El caldo de cultivo de la violencia

Detrás de aquellos hechos había decenas de años de propaganda anticlerical y la difusión de ideologías políticas que tenían un fundamento radicalmente antirreligioso. Los obispos de la Iglesia católica, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y muchos cristianos corrientes eran vistos como los exponentes de una realidad que había que arrancar de cuajo para que surgiera el hombre moderno. Aquella persecución tan irracional, y tan cruel, no sólo tenía detrás personas poco cultas, con un carácter pasional y de reacciones extremas. Había años de propaganda anticatólica y antirreligiosa destinada a presentar al sacerdote como un parásito de la sociedad y a la religión como una traba para un verdadero progreso científico y humano.

Me parece que es posible afirmar que en una buena parte de los republicanos que participaron en los actos de persecución religiosa, y en los asesinatos, se había plasmado, de una u otra manera, la idea de que el hecho religioso debía ser suprimido de raíz, y para ello existían diversos caminos entre los que estaba como solución la eliminación física. Los cinco años de vida de la República española habían contribuido a tensar los espíritus y a hacer patente que era imposible la convivencia entre personas de convicciones religiosas y agnósticas. Al intentar alterar el orden social de un modo radical muchos pudieron pensar que uno de los primeros pasos para conseguir un cambio absoluto era la eliminación de la Iglesia de la vida española.

Esa actitud de persecución religiosa que en ocasiones se manifestaba o procedía de un laicismo cultural agresivo –puede pensarse en el número de iglesias que fueron destruidas– necesariamente influía en personas con escasa capacidad de análisis intelectual para quienes los sacerdotes, los obispos y en general la Iglesia aparecía vinculada a un orden político considerado como conservador y negador de la libertad radical del hombre. Se abrió ante los revolucionarios agnósticos la posibilidad de borrar todo lo que supusiera para el hombre una advertencia de que había una dimensión espiritual.

Sólo podía darse una “sociedad nueva y libre, de individuos libres y nuevos, en la medida en que se elimine de raíz la idea de un ser trascendente. La radical libertad que el anarquismo reclama para el hombre exige el reconocimiento de que este se encuentra solo, completamente solo” (Gonzalo Redondo). Desde estos presupuestos ideológicos aplicados con brutal coherencia, puede comprenderse parte de la persecución religiosa acaecida en la zona leal al gobierno de la República.

Anticlericalismo obsesivo

Un escritor contemporáneo ha dicho: “La virulencia mortal del anticlericalismo español se enraizaba en su dimensión dual: el anticlericalismo cultural y político de los republicanos de izquierda, pertenecientes a la clase media, y el anticlericalismo total y revolucionario de los movimientos revolucionarios de masas” (Laboa). El anticlericalismo anarquista tenía, en expresión de este mismo autor, “un carácter obsesivo y virulento”, y el anticlericalismo socialista “expresaba con claridad su rechazo a todo lo que tuviera que ver con la Iglesia”.

No sé si resulta necesario que se pruebe el odio a la religión en los perseguidores para que haya martirio. Siempre me pareció de mayor entidad la certeza que tenían los asesinados, en la guerra de España, de morir por ser fieles a su fe, por defender lo que era inviolable ante su conciencia. La apostasía de uno de ellos hubiera llenado de felicidad a los asesinos. Además, todos los mártires perdonaban cuando morían. Perdonar a sus verdugos era para ellos una expresión de amor y paz.

La jerarquía de la Iglesia católica, después de un estudio serio, procederá a declarar mártires a esas 498 personas en un acto que se celebrará en Roma. Me parece un acto de gratitud y de justicia para con los asesinados, constituye una referencia para saber perdonar, y sobre todo puede ser como un impulso y ejemplo para los católicos de hoy y para toda persona que busque a Cristo.

Ante el recuerdo que tenemos de aquellas personas que fueron testimonio de la fe es razonable pensar que la comunidad a la que pertenecen les honre. Siempre ha sucedido así. La Iglesia católica, a esas personas que murieron por ser coherentes con su religión, les denomina mártires, les reconoce esa condición después de estudiar la muerte de cada uno. Son ejemplo para muchos otros cristianos.

El libro de los mártires de la Iglesia se ha escrito siglo tras siglo. Sabemos que el número de mártires del siglo XX no es reducido. Es imposible no recordar también a aquellas personas que sufrieron muerte civil, restricción permanente de la libertad personal y discriminación social por la fe profesada, padres a quienes se impidió asegurar a sus hijos una educación inspirada en su fe…

El mártir aparece como esa persona que antepone los deberes de su conciencia a una orden de la autoridad que le lleva a actuar contra su religión. Los mártires son esas personas que en cualquier lugar y de muy diversas maneras son perseguidos a causa de su fe.

Fernando de Meer es profesor de Historia en la Universidad de Navarra.

Para saber más

– Quiénes son y de dónde vienen. 498 mártires del siglo XX en España. Edición preparada por Mª Encarnación González Rodríguez. EDICE. Madrid, 2007.

– G. Redondo, Historia de la Iglesia en España, 1931-1939. Rialp, Madrid, 1993.

– J.L. Alfaya, Como un río de fuego: Madrid, 1936. Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 1998.

– V. Cárcel Ortí, La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939) Rialp, Madrid, 1990.

– J.F. Guijarro, Persecución religiosa y Guerra Civil: la Iglesia Católica en Madrid, 1936-1939. La Esfera de los Libros, Madrid, 2006.

– A. Montero Alonso, Historia de la persecución religiosa en España: 1936-1939. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1999.

– La persecució religiosa de 1936 a Catalunya : testimoniatges. A cura de Josep Massot i Muntaner. Publicacions Abadía de Montserrat, Barcelona, 1987.

– J. Marquès i Suriñach, Testigos de la fe durante la Guerra Civil (1936-1939): sacerdotes y laicos cuentan sus vivencias. Palahi, Gerona, 1994.
Artículos relacionados

* Algunos datos de la persecución
Aceprensa (3 Octubre 07)